Era el día
más caluroso del verano. Él esperaba en la parada del colectivo con ella,
pensando en el camino que recorrerían juntos. Abrazados, compartiendo un buen
momento algo pegajoso por el sudor, él se abstraía de la realidad recordando
cuanto tiempo hacia que no compartía un camino. Recordaba con nostalgia
aquellos libros que había leído desde pequeño sobre la llegada del amor, de cómo
irrumpía en dramas pasionales y terminaba casi siempre bien. No notó en su ensueño
que ella lo soltaba de a poco, pensativa y abstraída en su mundo. Lo miro a los
ojos y le dijo “no tengo carga en la tarjeta,
esperame”.
Salió
corriendo tan raudamente, que en un instante la perdió cuando dobló la esquina.
Quedó allí petrificado, tan helado que no tuvo tiempo de decirle que no se
preocupara, que el tenia carga, que no se fuera. En ese estado no entendía lo
que había sucedido, pero se había intoxicado tanto cabeza con novelas que creyó
estar en una, viviendo ese momento mágico del nudo de la historia, donde la atracción
deja de ser meramente corporal y pasa al estadio de los sentimientos. Así que confió
con todo su corazón en aquella espera. Después de todo, se decía a sí
mismo, grandes epopeyas fueron escritas
donde una enamorada esperaba la vuelta de su amado. Acaso estaba equivocada Penélope?
Se reprochó un poco no saber tejer, para agregar dramatismo, pero si se iban a
invertir los roles en cuanto al género de quien espera, él podría encontrar
otras cosas para hacer.
Los
colectivos pasaron, las horas también. La espera se hizo más larga de lo que
esperaba y había agotado ya la batería del celular mientras se ponía metas en
el tetris. Comenzó a oscurecer y el seguía
allí, con una férrea convicción. Sintió hambre y sed. Por miedo a no encontrarse
en la parada cuando ella regresará de odisea por conseguir carga, se dirigió a
una pizzería que quedaba en las esquina y desde donde podría ver la parada del
colectivo. Tal vez por la ansiedad de volver a aquel lugar donde le habían pedido
que esperara o por el apremio de sus tripas, la espera de una grande de mozzarella
se le hizo eterna. Volvió corriendo a la parada de colectivo con una porción en
la boca y solo encontró un par de personas que parecían volver de su aburrida
rutina.
Al
tercer día de espera ya estaba sucio y cansado. Ya no tenía plata para comprar
comida, dormía de a ratos apoyado sobre el poste de la parada. Varios vecinos
lo veían conocido y lo miraban al pasar. Al cuarto día cayo exhausto, por lo
que no sintió cuando se llevaron todo lo que tenía. Ahora solo le quedaban sus
ropas y la tarjeta para el colectivo que había guardado en un bolsillo. Aferrándose
a ella, solo pensaba en la vuelta de su amor. Sabia en su fuero más íntimo que volvería
como en todas las historias.
Para
cuando llevaba una semana en el lugar, empezó
a buscar comida en los tachos de basura de la cuadra. No quería alejarse
demasiado, a pesar de que sabía que una cadena de comidas rápidas entregaba los
sobrantes del día a la gente necesitada. Pero él no estaba necesitado, solo
eran pequeñas vicisitudes que se pueden presentar ante la espera prolongada de
alguien, pensó. Los vecinos comenzaron a encariñarse con aquel muchacho que parecía
haber copado la parada de colectivo. Se contaban historias de cómo había llegado
allí, pero nadie se había atrevido a preguntarle cuál era su historia. De vez
en cuando, algún alma caritativa le traía algo de abrigo o de comida. La mayor
parte de las veces le daban alguna moneda. Consiguió hacer de un colchón a los
dos meses, cuando una parejita de un edificio cercano se mudó y tiro aquello
que no necesitaba.
Así
pasaron los años, esperando. Esperando a que llegara otra vez su amor.
Un día,
un otoño que eternamente gris, paso una mujer. Radiante como en su Juventud,
parecida a aquella mujer que había esperado alguna vez pero con más años, paso
ella con otro hombre del brazo. Iba riendo, y paro un colectivo al que
abordaron ambos. No registro al demacrado y sucio hombre que esperaba sobre un colchón
desvencijado.
Pero el
tiempo y la memoria no tienen corazón. Él no la reconoció, ya no recordaba su
los detalles de su rostro, solo la sensación de amor había quedado sobre una
figura borrosa que había perdido sus detalles con los años. Él se quedó allí,
esperando a que llegue su amor en un navío de velas blancas. Deseaba tanto las
velas blancas, que se pasó por alto todos los barcos de velas negras.
Acido
Literal
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