Ella se
presentó un día en mi casa. No la había llamado,
si bien hacía tiempo que le coqueteaba un poco. En mi juventud me acompaño
muchas veces pero no la quería en mi casa. Sin embargo no pude decirle no.
Trajo consigo todo un bagaje impresionante de momentos sin palabras, sin
sonidos.
Me tuve
que acostumbrar que me esperara en mi casa con las luces prendidas y sin nada
en la heladera. Comer con ella era como comer frente a una pared blanca. Nada
me molestaba más que estuviera allí, sin que tuviera el coraje para echarla.
Los
meses pasaron. A veces se entretenía viéndome enfrentar dragones y monstruos
sin princesas para rescatar. A veces confrontaba a mi yo con mi ideal. Siempre
quedaba tirado y destrozado. Las luces perdían intensidad con los meses, las
paredes teñidas de negro. Y ella allí.
Cuando
me iba por ahí con otras, cuando montaba aves de paso o cuando hacia intentos
de virar mi corazón para otro lados, ella solo reía. Reía de los vanos intentos
de escapar, me acariciaba con ternura y me recibía para llorar en sus pechos.
No celaba porque sabía que tarde o temprano volvía con ella.
Un día
sentencio que debería resignarme para que se fuera. Resignarme con la primera
que me quisiera un poco, por más que yo no la apreciara. Que solo así se haría.
Que no pensara más, que me anestesiara como todo el mundo.
Hoy
vino con vestido de novia y me pidió casamiento. Mucho tiempo conviviendo con
ella. “quieres casarte conmigo?” dijo la soledad. La mire detenidamente. Sin un pan mejor para mi vida solo dije "Sí,
quiero".
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